El 23 de julio miembros de su seguridad encontraron el cuerpo sin vida de Amy Winehouse en su departamento del barrio de Camden, al norte de Londres. Sabía muy poco de ella; apenas había visto o leído sobre sus premios, su adicción a las drogas y su carácter poco dispuesto a hacer concesiones con las formas políticamente correctas. Era para mí un nombre más, entre los muchos que cada día suenan en el mundo del espectáculo, tan pobre de verdaderos talentos y saturado más bien de productos para todos los gustos, desde los raperos displicentes con las gorras giradas hacia atrás y las starlets extravagantes con sus escándalos coordinados con la ruta de los paparazzi hacia las revistas del show business.
Ese mismo día me di con la noticia en Internet: hacía unas pocas horas había muerto la cantante; un alma sensible y demasiado talento para poder llevar consigo en su frágil humanidad. Impactado por la noticia busqué su música para escucharla, en principio por curiosidad. Tuve entonces una primera noción de la dimensión de esa pérdida, penosa, desproporcionada; aunque previsible y acorde con el mundo acelerado, solitario y abundante en malos recursos para escapar de la realidad en la que se movía.