martes, 16 de agosto de 2011

Flores en Camden Square


El 23 de julio miembros de su seguridad encontraron el cuerpo sin vida de Amy Winehouse en su departamento del barrio de Camden, al norte de Londres. Sabía muy poco de ella; apenas había visto o leído sobre sus premios, su adicción a las drogas y su carácter poco dispuesto a hacer concesiones con las formas políticamente correctas. Era para mí un nombre más, entre los muchos que cada día suenan en el mundo del espectáculo, tan pobre de verdaderos talentos y saturado más bien de productos para todos los gustos, desde los raperos displicentes con las gorras giradas hacia atrás y las starlets extravagantes con sus escándalos coordinados con la ruta de los paparazzi hacia las revistas del show business.

Ese mismo día me di con la noticia en Internet: hacía unas pocas horas había muerto la cantante; un alma sensible y demasiado talento para poder llevar consigo en su frágil humanidad. Impactado por la noticia busqué su música para escucharla, en principio por curiosidad. Tuve entonces una primera noción de la dimensión de esa pérdida, penosa, desproporcionada; aunque previsible y acorde con el mundo acelerado, solitario y abundante en malos recursos para escapar de la realidad en la que se movía.

Las noticias en la red, las páginas de los diarios y los noticieros televisivos empezaron a tomarla en cuenta masivamente; consignando el pesar de gente de toda edad que se reunía en su calle para colocar flores y velas encendidas en la acera de su departamento, y los apuntes de las columnas especializadas del mundo musical, que marcaban la percepción del peso que fue tomando ese suceso, más significativo de lo que muchos pensaríamos, habituados a las informaciones diarias con su efecto insensibilizador. 

Escuchando sus discos y viendo sus videos en YouTube, supe que ese día de julio se había apagado una de las voces más extraordinarias y de más carácter que he oído. Vez tras vez he puesto sus videos, pero especialmente uno de You Know I'm No Good, en el que cada gesto traduce visualmente las modulaciones más sutiles de su voz, de matices delicados y susurrantes, o graves y desafiantes, abriendo una pequeña ventana a su alma que se expresaba con una intensidad conmovedora, y componiendo una unidad casi perfecta. Era una artista cabal; una personalidad ajena a todo artificio y que no transaba con nada, al extremo de no valorar siquiera su propia vida.

Cuando vi por primera vez una foto suya la encontré exagerada, con su peinado beehive, sus tatuajes recargados y esa estética retro que me resultaba más bien chocante. Ahora sé más de ella; que en verdad era una de las grandes, como Ella Fitzgerald o Billie Holiday. Y he podido descubrir –con un dejo de tristeza– el brillo de su talento, encontrando por fin la coherencia de su peinado, sus maneras desaliñadas y el toque caligráfico de sus tatuajes con lo que llevaba dentro, que pudo comunicar por tan breve tiempo con la riqueza y el carácter de su voz y su estilo incomparables.

Una vida que perseguía la vida donde no estaba; en un mundo decadente que hace rato ha perdido la huella, incapaz de buscar por encima de sus éxitos, entremezclados con sus propias miserias, la respuesta a sus necesidades más profundas.

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