Sobre el Sena |
Como pintor he tenido siempre una cercanía especial al tema del bodegón. Aprecio los objetos que considero bellos o que tienen algo que ver conmigo. Los he ido reuniendo a lo largo de los años, por donde he ido; y forman parte natural de mi entorno. Los busco en los negocios de antigüedades, en los que todavía es posible descubrir verdaderos tesoros que están allí como velados: una radio antigua...
...un barco de hojalata con banderas holandesas...
...un pequeño rey de rostro triste...
...un clarinete...
...un reloj detenido a las ocho y media (en homenaje casual a Fellini)...
...un violín sobre el que he pintado un Chagall en rojos y amarillos...
...plumas de pájaro relojero, flautas de caña, partituras amarilleadas por el tiempo, una hermosa jaula blanca de alambre enlozado; rumas de libros ilustrados con bellas carátulas. Por años, estos objetos han ejercido una fascinación única sobre mi; me gusta componer con ellos atmósferas que embellezcan los rincones de nuestra casa; que vayan mutando al encontrar nuevos lugares y nuevas relaciones entre sí; son los habitantes fundamentales de nuestro mundo personal; eventuales naturalezas silenciosas esperando su tiempo.
Cuando los arreglo para que sean el modelo de un bodegón –cada uno con su propia fisonomía y carácter– se quedan ahí, quietos y dispuestos. Puedo contar con ellos: observar sus detalles, la incidencia de la luz, los rincones sombreados, creándose entre nosotros un vínculo propicio. Algunas veces pintarlos me ha ocupado semanas enteras, tratando de mirarlos como lo habrían hecho los pintores flamencos; otras, sólo unas horas, traduciéndolos en trazos esquemáticos.
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