viernes, 27 de septiembre de 2013

El regreso de Camila


Esa mañana Camila vio frente al espejo que se le notaban mucho las raíces del cabello. Se sorprendió de su descuido y se alistó para ir a la peluquería. Cuando estuvo sentada en la cómoda silla de ese salón al que iba hacía más de diez años, Cleo, la chica que siempre la atendía le comentó como distraídamente:

—Antes usted venía a que le retoque en cuanto le asomaba una línea imperceptible de las raíces…

Durante todo ese tiempo había sido la confidente de Camila, y una de las pocas personas que sabía a ciencia cierta que ella se teñía el cabello. Preocupada por su apariencia, Camila había vivido pendiente de la imagen que proyectaba: elegante, impecable; pero a la vez moderna, espontánea y segura. Nunca habría admitido la más mínima posibilidad de que algo se le estuviera yendo de las manos; ella estaba al control de todo en todo lugar y siempre. Por eso el comentario de Cleo la desconcertó: quizás, sin haberse percatado, estaba quedando rezagada del personaje cuidado y exitoso que siempre había ocupado el centro del círculo que frecuentaba. Por años se había movido en ese escenario artificial, formado a la imagen del "tú puedes", omnipotente impulsor de todos con los que se relacionaba. Sin embargo ahora, bajo esa ilusa fantasía, descubría una sed de vida desconocida, más importante que las canas que asomaban detrás de su descuido social.


Las palabras de Cleo la inquietaron. De pronto se vio a sí misma de espaldas a un mar de recuerdos, sentimientos y lugares que se le habían ido escondiendo en la memoria. Por contraste, el interés por su apariencia, antes fundamental mientras huía de la vida sencilla que no quería para ella, la puso frente a la necesidad de encontrarse otra vez con la persona oculta tras la Camila que no necesitaba de nadie para sentirse bien. Entonces le pidió a la joven:

—Tienes que contarme más: cómo era en ese tiempo, de qué te conversaba, qué cosas me gustaban.

Entusiasmada por poder disfrutar de una cercanía inesperada con Camila, Cleo, espectadora privilegiada en ese salón proveedor de efímera belleza, le empezó a recordar todo lo que Camila le contaba en sus rutinarias visitas. Le dijo que cuando recién la conoció, con su cabello castaño claro, parecía casi una niña, alegre y siempre de buen ánimo, vestida con ropa sencilla pero de buen gusto, nada que llamara la atención. Le gustaba hablar de sus largas caminatas por el malecón, donde buscaba lugares tranquilos en los que podía pasar el tiempo sin nada que la distrajera de la lectura, que era su pasión. No la entusiasmaban la vida social ni los pubs a los que sus amigos iban los fines de semana; tener aventuras amorosas como cualquiera de su edad; ni procurar alcanzar un status mejor. “Claro, después usted ya vivía muy ocupada”, recordó la joven.

Oyendo a Cleo reconoció para sí cómo, cuando ingresó a la agencia de diseño, todo empezó a cambiar; comenzó a salir con frecuencia con sus amigos, a estar más a la moda y a ser más exigente; hasta lograr convertirse en la mujer de gran mundo, siempre apurada, que apenas sonreía a la peluquera cuando le daba instrucciones, y salía invariablemente deprisa a alguna cita urgente. Camila atendía lo que le contaba la joven con un interés creciente, como desdoblándose para verse en el tiempo a través de los ojos de esa testigo de su conversión gradual de la joven libre y espontánea a la mujer brillante, prisionera secreta de la imagen que fascinaba a todos.

Entonces, como un flash en la memoria recordó la tarde en que, paseando por la calle adoquinada y angosta que daba a la alameda principal, entró a un negocio de antigüedades. Aislada de todo lo que albergaba esa pequeña tienda, quedó fascinada por una pequeña postal ilustrada con la imagen de un jardín en forma de círculo, bello y luminoso, coloreado en celestes y verdes delicados, casi transparentes, recortado en medio de un desierto de arena amarillo claro, como un oasis. Pasó mucho rato mirando la imagen, absorta en sus pensamientos, aves enigmáticas. ¿Existiría un jardín así? ¿Qué tenía que ver el escenario intenso y glamoroso en el que transcurrían sus días con ese desierto pálido que se cerraba alrededor del pequeño edén?

Escuchando a esa joven, que siempre la había admirado, fue consciente de cómo la verdadera Camila se había ido diluyendo, suplantada en su ser más íntimo por el make-up deslumbrante del personaje que había llegado a construir.

Ese fue el comienzo del regreso para Camila.

Cambió el tono de su cabello al que tenía en aquellos días. La chica lo recordaba bien; siempre le había dicho que ese color le daba un aire poético que la hacía encantadora. Dejó de lado la ropa sofisticada, las finas carteras y zapatos que traía cada vez que regresaba de viaje, y empezó a vestirse con sencillez, como antes. Volvió a leer a Cortázar en el Café que le gustaba tanto, sentada en la pequeña mesa al lado de la ventana, que daba como a un balcón en miniatura sobre el bulevar que desembocaba en la antigua plaza; ese refugio cálido, abrigado, donde podía encontrar en las palabras los mundos imaginarios en los que la rutina era una contradicción.

Dejó la manía de hablar de la tiranía del tiempo, de todo lo que tenía que hacer, de lo apretada de su agenda. Fue consciente de que el castillo, que durante años había estado edificando laboriosamente con papeles de colores unidos por hilos invisibles, la separaba de las cosas simples en las que estaba la vida que quería vivir. Otra vez tuvo tiempo para conversar con la mujer que hacía la limpieza en su departamento; con los vendedores del almacén en el que encontraba siempre lo poco que realmente necesitaba. Volvió a escuchar por las mañanas a Grieg, dejando que sus vientos nostálgicos llenaran de frescura el departamento en el que casi no vivía, aturdida por encontrar lo que le faltaba donde no estaba. Se dio cuenta de lo inútil de perseguir el sentido de la vida prescindiendo del valor de las cosas pequeñas, como de un papel que se olvida en el camino.

Camila guardó su libro favorito en la bolsa de terciopelo turquesa, y salió al sol de la mañana. Rodeó la placita adornada de buganvilias y casi por inercia tomó el sendero que la cortaba por el medio. Poco a poco, mientras caminaba, las casitas blancas con techos color pizarra se fueron haciendo más dispersas y quedando atrás, hasta desaparecer del todo en el panorama amarillo pálido de una extensión desierta en la que nunca había estado, pero que le resultaba familiar. Finalmente se encontró frente a la atmósfera diáfana de un jardín redondo bello y luminoso, coloreado de celestes y verdes casi transparentes, que reconoció enseguida.

Respiró hondo el aire fresco; y se sintió bien, como nunca.

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