miércoles, 25 de mayo de 2011

Una parte de la historia de la vanguardia de los 60's

El grupo Señal, Arte Nuevo y El ombligo de Adán 

Con Luis Arias Vera y Jaime Dávila, y con el propósito de trabajar y exhibir juntos, formamos un grupo al que llamamos Señal. Nuestra pintura tenía en común las estructuras mecánicas, el uso de signos y plantillas, y una decidida distancia con el lirismo condescendiente de mucha de la pintura reconocida en los círculos oficiales; teníamos claro lo que buscábamos y trazábamos proyectos en el aire, siempre esperando la ocasión de concretarlos. Coincidentemente Nicolás Maruy, un empresario interesado en el arte y que nos había comprado algunos cuadros, visionario y arriesgado, alquiló un local en el piso alto de un edificio en el pasaje Olaya con vista a la Plaza de Armas y sobre el café Atlantic, montó la Galería Solisol y nos invitó a exponer.

Para la exhibición editamos un catálogo con fotografías de Pepe Casals, y en la carátula las vías entrecruzadas de una estación de trenes. Unos meses después, motivados por la buena recepción a nuestro trabajo y ante una nueva invitación –con la inclusión en el grupo de José Tang y Armando Varela– estábamos exponiendo en el Instituto de Arte Contemporáneo, la sala más importante de Lima y que dirigía Mahia Biblos. En esa muestra colgué algunos cuadros de formato grande en los que empecé a utilizar matrices de serigrafía para imprimir con pistola de aire, junto a especies de armazones mecánicos y grafismos que se mezclaban entre sí, imágenes fotográficas sobre fondos de colores intensos. La muestra, que ocupó las dos salas del IAC, tuvo bastante notoriedad, enfrentando criterios y posiciones en el medio limeño, bastante conservador hasta entonces. Marta Traba, influyente teórica nacida en Buenos Aires y afincada en Bogotá, escribiría después en defensa del arte “culto” latinoamericano que propugnaba: “En 1966 los jóvenes arman meticulosamente una guillotina y la hacen funcionar regularmente a través del grupo Señal (…) En la primera exposición del grupo Señal (…) se abre el tajo profundo por cuya brecha entrarían en avalancha todas las nuevas formas”, señalando lo que vino después en el panorama de la pintura peruana.



Hacia fines de ese año, el sesenta y seis, la organización y el anuncio de la  Primera Bienal de Lima vinieron a ser el tema obligado para los que tenían algo que ver con las artes visuales: en las salas del Instituto de Arte Contemporáneo, en los talleres de los amigos, en los cafés del centro y en las conversaciones de nuestro grupo, con el que compartíamos el mismo deslumbramiento por lo que se hacía en Nueva York; o más cerca, en Buenos Aires, por las corrientes de vanguardia que propiciaba el Instituto Di Tella y Jorge Romero Brest, uno de los principales promotores de las nuevas tendencias. La Bienal ya tenía fecha y lugar, pero nadie sabía qué artistas del Perú serían invitados; por lo demás, era vox populi que los seguros premiados serían Roberto Matta de Chile con el premio internacional, y Fernando de Szyszlo con el nacional. Esto nos llevó a hacer concreto nuestro cuestionamiento al arte “oficial”, oleado, sacramentado y promovido por los que manejaban las instituciones y los canales tradicionales en el medio cultural limeño.

Teníamos un amigo, Emiliano Martínez, una especie del Melquíades de Cien años de soledad, medio inventor y teórico de algunos fenómenos de la física, de los que nos hablaba con alucinada constancia. Vivía con su familia y hacía avisos luminosos de acrílico en un ambiente que daba, bajando por una escalera de madera, a un recinto desocupado de techos altos que había sido en algún momento un local comercial, con puertas a la calle Pescadería, frente nada menos que al costado del Palacio de Gobierno. Cuando la idea fue madurando, convencimos a este amigo de prestarnos el local para nuestro proyecto: montar una exhibición anti-Bienal. Entonces buscamos a otros artistas que compartían con nosotros las mismas inquietudes, y los convocamos para formar un grupo lo más consistente posible. En esos trances, tardía pero tentadoramente, nos llegaron a dos o tres de nosotros las invitaciónes para participar en el evento oficial; pero seguimos adelante con el proyecto.

En nuestro nuevo grupo había amigos de años: José Tang, pintor de cuadros de filo duro; Armando Varela, quien hacía esculturas en metal que luego pintaba en naranjas, amarillos o rojos; Jaime Dávila, autor de pulcros paneles en blanco y negro con figuras en bajo relieve; Luis Arias Vera, uno de los animadores del grupo, que reproducía sobres de carta en formatos grandes; Víctor Delfín y sus retablos hechos con piezas de acrílico y tubos de metal. Estaban también Gloria Gómez Sánchez, artista de talento y enorme vitalidad, con sus figuras de yute encolado a las que llamaba “muñecones”; Lucho Zevallos, quien  pintaba a máquina círculos concéntricos; Teresa Burga, que construía ambientes cotidianos utilizando diversos materiales; y yo, que pintaba imágenes pop en colores brillantes, sobre paneles de madera laminada o cartón prensado.

Nosotros queríamos desligarnos de los conceptos solemnes que imperaban en el medio, anclados en la premisa de una necesaria “identidad nacional”; lo que por entonces no nos decía nada. A falta de un referente cercano, buscábamos noticias sobre lo que se hacía en otras partes, especialmente en Nueva York y California, donde los artistas pop o hard edge renovaban la escena artística internacional y respondían a nuestras inquietudes por un arte distinto. Estimulados por el desarrollo de estos movimientos, realizábamos nuestras obras con entusiasmo y desenfado; nos visitábamos en los talleres o trabajábamos juntos; no teníamos pretensiones de trascendencia, ni le asignábamos a nuestro trabajo un valor material. Así, el proyecto de hacer la exposición paralela a la Bienal nos dio el impulso exacto en el momento oportuno. Conseguimos apoyo económico y acondicionamos esa especie de loft abandonado, convirtiéndolo en una sala amplia y bien iluminada; imprimimos un catálogo con el nombre que escogimos para el grupo: Arte Nuevo; le pusimos al local el festivo nombre de El ombligo de Adán; enviamos las notas de prensa y dejamos instaladas las obras.

Felipe Buendía inaugurando la exposición
en el Ombligo de Adán
La noche siguiente a la inauguración de la Bienal oficial, abrimos las puertas de nuestra sala. Más allá de lo que razonablemente esperábamos, una gran cantidad de gente rebasó el local, dándole a la reunión un carácter jubiloso. En un momento central Felipe Buendía, vestido de frac y banda presidencial, bajó por las escaleras del recinto como para inaugurar la exposición, en una performance divertida e irreverente. Un par de carretilleros servía a los asistentes helados D’Onofrio, versión pop del cóctel de rigor.

Las obras lucían impactantes para los ojos acostumbrados a los colores apagados de la pintura que se veía generalmente en las galerías limeñas, resultando en un conjunto bello, alegre y vibrante. Llegaban  visitantes de todo tipo: estudiantes de arte, gente vestida de diario, señoras de trajes largos. Muchos que habían estado en la inauguración de la Bienal oficial, venían a ver a esos jóvenes osados que se atrevían a querer competir con lo mejor del arte peruano e internacional. Entre estos llegó el mismísimo Jorge Romero Brest, presidente del jurado, con Juan Acha, crítico de arte que apreciaba y apoyaba nuestro trabajo y después fue entrañable amigo; hombre lúcido y brillante que supo dejar el lugar a veces aséptico de la teoría para mezclarse con los artistas, llegando en una ocasión a exhibir una obra propia junto con nosotros. También vinieron otros críticos y gente del ambiente cultural, lo que le dio el espaldarazo a nuestra gesto.

Pasado ya mucho tiempo desde aquella noche, en la que los guardias de Palacio se inquietaron por el súbito movimiento de gente que entraba y salía de nuestra sala, no deja de sorprenderme constatar que para algunos artistas y teóricos jóvenes, esa noche quedó como un episodio determinante en el desarrollo del arte contemporáneo en el Perú.

Un mes después, invitados por el Museo de Arte, exhibimos allí las mismas obras, trasladándonos con rapidez de la marginalidad voluntaria al seno de lo establecido. Lo tomamos con humor: nuestros principios no tenían que ver con espacios, sino con conceptos. Al año siguiente expusimos en la Galería Lirolay de Buenos Aires, ciudad a la que viajaron Arias Vera y Jaime Dávila.

Ese mismo año tuvimos una serie de muestras individuales en la Galería Cultura y Libertad. Para la noche en que se inauguraba mi exhibición nos hicimos con Queta camisas iguales; y durante toda la noche sonó como fondo musical Penny Lane, cuya letra aparecía en el catálogo.

Bob Dylan. Laca a la piroxilina y acrílico sobre triplay, 1968

Un año después estábamos montando en la sala de la Fundación para las Artes, que dirigía Herman Braun, una exposición a la que llamamos Nuevas Tendencias en la Plástica Peruana, en la que participaron también otros artistas jóvenes. En esa ocasión colgué el Bob Dylan, una silueta recortada pintada con acrílico y laca a la piroxilina sobre triplay, bordeada por siete  flores fucsias, también recortadas, que formaban una línea sinuosa. El vernissage fue alegre e informal, con música en vivo de The New Juggler Sound, un grupo formado por Saúl y Manuel Cornejo, Alberto Miller, Alex Abad y Eddy Zarauz.

En la misma sala instalaríamos después Papel y más papel, 14 manipulaciones con papel periódico; una exhibición convocada por Juan Acha para la que cada artista realizó una obra en el mismo local de la galería, utilizando diarios pasados que aportó El Comercio. Allí expusimos Mario Acha, Regina Aprijaskis, Jorge Bernuy, Rubela Dávila, Jaime Dávila, Queta Gaillour, Gloria Gómez Sánchez, yo, Cristina Portocarrero, Jesús Ruiz Durán, José Tang, Gilberto Urday, Luis Zevallos, y Juan Acha, que exhibió una columna minimalista formada con los diarios apilados. La noche de la inauguración, la gente tuvo que esperar hasta que estuviera colocado a la entrada un aro forrado en el papel periódico (la obra de Urday), que el primero en ingresar tuvo que romper con su cuerpo a la manera de algunos eventos deportivos, desacralizando el momento y a la galería.

Finalmente, en junio del año setenta monté una muestra en la que ya no había obras de arte, sino una serie de paneles fotográficos que trataban el tema Galería de Arte desde una perspectiva conceptual.

Galería de Arte / El Museo de Arte borrado, 1970

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