miércoles, 30 de noviembre de 2011

El traslado

Estaban sentadas como ante una vidriera; cómodas, una al lado de la otra, con la mirada siempre hacia adelante y apoyadas en el pequeño radio a tubos. Allí habían pasado buen tiempo, frente a las habitaciones pintadas de blanco que conformaban ese ambiente acogedor. Delante de ellas, la sala, con el estante lleno de libros de arte, diccionarios y enciclopedias. Al centro, una mesa cuadrada con grupos de otros libros que rodeaban al monumento principal de esa plaza: una Underwood que tenía más de cien años; a un costado, una vieja Singer a pedal; debajo y junto a ella, el calco en yeso de una cabeza de niña de Proudhon pintado de azul y un par de zuecos de madera oscura.



Al fondo, detrás del librero, se veía el estudio, con los dos caballetes verticales, la mesa de dibujo de madera de pino, un sillón blanco, y la más reciente habitante de la casa: una hermosa viola da gamba color azafrán que nadie había tocado nunca. De las paredes del estudio colgaban tres pinturas: un gran zapato pop color fresa que terminaba en una lengua de fuego; dos meninas rodeando a la Infanta Margarita, que parecía lista para probarse el par de zapatos de tacón concho de vino con lentejuelas que tenía a sus pies; el tercero: un ascensor iluminado; dentro de él, Jan Vermeer de espaldas, pintando una escalera azul. Luces halógenas iluminaban las pinturas y caían sobre la viola, recortándola en el espacio cálido de esa habitación con su clima renacentista. Este era el panorama que constituía el mundo de las dos muñecas de biscuit; antes habían estado en unas tiendas de anticuarios, mezcladas con mil objetos de todo tipo y valor, hasta que cada una a su vez había llegado para embellecer ese ambiente refinado.

Una mañana el dueño de la casa –cuya actividad más gratificante era contemplar los objetos de la casa, que como una manera de crear acomodaba y transformaba, dándoles nuevas connotaciones en momentos como ese– se sintió inspirado; tomó a la más pequeña, vestida con una blusa de gasa rojo oscuro; la sentó en una sillita de madera y la colocó en el espacio que marcaba la curva de la máquina de coser, en la pared a la derecha de donde había estado siempre. El conjunto, como debajo de una bóveda, componía un surrealista ready made que vestía de misterio ese extremo de la habitación. A los lados de la Singer dos antiguas planchas de hierro; a los pies de la muñeca una hilera de libros, como una gradería para cuando el personaje de biscuit quisiera bajar a recorrer la casa.

Lo que constituía el cambio más significativo era que desde allí la vista era otra, totalmente nueva. Ahora estaba sentada frente al comedor de estilo y a una vitrina con el mismo color de la viola, llena de copas de cristal, una tetera personal de Bavaria, otra china y una tercera de Jordania; un juego de té de loza inglesa y otro japonés. Todo de otras épocas, escogido y colocado allí como las piezas de un museo. Frente a la vitrina, sobre el aparador, una serie de objetos a manera de escenografía: una jaula blanca de fierro enlozado; un barquito de hojalata con banderas holandesas, un globo terráqueo, un reloj de madera y la talla de un ángel tocando un laúd. Sobre la pared detrás del aparador, rodeando unos cuadros pequeños pintados por la dueña de casa con delicadeza florentina, un clarinete y un violín; además una especie de Ícaro con alas de madera y un diminuto mascarón de proa con la cabeza de un ángel.

Entonces, desde su nuevo espacio, viendo hacia su izquierda a su compañera sola –apoyada todavía en el aparato de radio, mirando como al vacío– comprendió que ella misma también estaba sola; y que en verdad muchas veces uno no se da cuenta del valor de las cosas hasta que las ha perdido. Quería contarle de la vitrina, de la tetera de Jordania, del barco de banderas holandesas y del mascarón de proa; pero su compañera, de perfil, estaba ausente, mirando hacia donde ella no estaba. Hasta que una mañana, mientras ordenaba su mundo, el dueño de casa movió ligeramente a su compañera y pudieron mirarse de frente por primera vez; y descubrieron también que no podemos comunicarnos con el corazón si no nos miramos antes a los ojos.

Desde entonces, todo se iluminó como nunca: volvieron a entretenerse con las niñas, que cuando venían se vestían de princesas y alborotaban la casa con sus juegos y sus risas; con las largas sobremesas de la gente de la casa, que alternaba la algarabía con largos momentos de quietud. Y en el lenguaje silencioso de esa dimensión en la que los objetos cobran vida por la fantasía, quizás pudieron, mejor que antes, hacer comentarios y contarse cosas; y expresar lo que sentían, pensaban, esperaban, con el lenguaje sencillo de las miradas que ahora, como un prodigio, eran posibles por primera vez.

Y se dieron cuenta de que nunca estuvieron tan cerca la mesita de la radio a tubos y la vieja Singer; ni ellas, que por fin disfrutaron de su mundo juntas de verdad.

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