lunes, 31 de octubre de 2011

El santo de la montaña

Un día de abril la pareja salió hacia la montaña. Primero caminaron recto; luego, girando sobre el camino, empezaron a subir por la pendiente. El imponente cañón, adornado en sus orillas por pequeñas flores escondidas entre las piedras, se extendía hacia adelante como un escenario dispuesto para algo, enmarcado por paredes de piedra que, en las partes más altas, tomaban un color pizarra oscuro contra la luminosidad del cielo serrano. Caminaron, caminaron, subieron, y subieron más; hasta que cayó la noche. A esa noche siguió otro día, y otras noches; y otros días. De pronto volvieron los ojos a la tierra. Y se dieron cuenta de que estaban perdidos. Entonces él salió al camino.


En este punto la historia, escrita con tinta invisible, se interrumpió; y nadie supo donde estaban; ni qué había pasado, ni que hablaron, ni qué pensaron hacer, ni qué hizo cada uno. Hasta que ella finalmente habló; y dijo que estaba sola, que la vinieran a buscar. Y subieron a buscarla, y la llevaron a su casa. Lo supo un amigo, luego los padres. Y todos empezaron a leer lo que escribían en los teclados, y a ver desde las ventanas de colores en sus casas. Después lo supo todavía más gente; y luego todo el mundo. Y todos, absolutamente todos, empezaron a preguntarse sobre el compañero que no había vuelto nunca.

Primero vinieron los cóndores del lugar, que volaron por encima muy temprano, antes que los forasteros vinieran en sus carros para verlos; después, unos topos que buscaron bajo la tierra; luego un ave mecánica que se metió entre los desfiladeros con sus ojos plegables para ver en los rincones. Pero nadie encontró al perdido. Entonces preguntaron a los adivinos, y a los apus; y pidieron a los sabios que les explicaran qué podía haber pasado. Hablaban de él a la hora del desayuno, en sus oficinas, en las salas de clase, en el bus. Hasta que reconocieron que ya no podían hablar de otra cosa. Y los que escribían en sus teclados, y los que comentaban desde las ventanas de colores se dieron cuenta de que, si alguien lo encontraba, tampoco sabrían qué hacer, ni de qué hablar. Y los que todos los días se sentaban frente a la ventana para saber lo que pasaba en la montaña amaron al perdido, porque les había dado una razón para vivir, y porque sin darse cuenta se habían podido olvidar de sus propios problemas.

Así pasaron las semanas y los meses, hasta que descubrieron al que buscaban en el fondo de un abismo. Y su familia, los amigos, los vecinos, todos, supieron que estaba muerto. Entonces, como si nunca hubiera querido que la historia terminase, la gente se conmovió y lloró; y corrió un clamor impreciso por las casas, las esquinas, las oficinas, los centros comerciales. Y siguieron escribiendo y transmitiendo, oyendo y viendo las noticias desde sus casas en las ventanas de colores; y soñando por las noches con aquel al que habían encontrado cuando ya no estaba. Algunos le enviaron cartas conmovidas; otros, inspirados, empezaron a escribir novelas, a hacer películas sobre su historia; a fabricar, aún dolidos, ropas impresas con su rostro; crearon clubes con su nombre, organizaron una peregrinación por el mismo camino que había seguido cuando se perdió; y fundaron un partido para acabar de una vez por todas con las desapariciones y los desencuentros. Finalmente, un grupo de mujeres contaron que habían empezado a rezarle y hacerle peticiones; y que ya eran muchos los que podían certificar los primeros milagros del santo de la montaña. Y que, cuando ya estaban decepcionados de todos lo que les hacían promesas, habían podido por fin recuperar las esperanzas.

Después de algún tiempo, todo fue regresando a la normalidad: las parejas de enamorados volvieron a pasear y a tomarse fotos. Los que escribían en sus teclados se ocuparon otra vez de los políticos, y los que transmitían por las ventanas de colores, de los asuntos del corazón de los famosos. Y casi nadie volvió a hablar del santo de la montaña; ni se acordaron de sus llantos, de sus rezos o las velas encendidas.

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