sábado, 19 de noviembre de 2011

El desconcierto

Piazza. Alberto Giacometti
Una mañana de octubre, la falla de un interruptor desató lo que con el correr de las horas se convertiría en un verdadero caos de consecuencias impredecibles. El desajuste en el sistema de la Research in Motion, empresa canadiense servidora de BlackBerry, afectó durante tres días los servicios de mensajería, correo electrónico e Internet, determinando una gran cantidad de información atrasada; luego, la necesidad de recuperar la que se había acumulado; y finalmente enormes esfuerzos para tratar de restaurar el servicio normal. Esto afectó a los usuarios de Europa, parte de Latinoamérica, India, Oriente medio y África, quienes quedaron con sus móviles inutilizados temporalmente. Y muchas historias cambiaron su curso, y se descubrieron vacíos hasta entonces ignorados.



Ese día, una joven inglesa no llegó a la cita con su novio. Ante un inconveniente insalvable, le envió un mensaje desde su BlackBerry, comunicándole que llegaría hora y media más tarde, que por favor se vieran entonces. Pero el mensaje no llegó. El joven entretanto, se arreglaba lo mejor que podía, mientras ensayaba mentalmente cada una de las palabras que debía decir. Era el día preciso; las últimas dos semanas no había pensado en otra cosa y se sentía el hombre más dichoso del mundo: en una hora más, en ese parque de Kensington en el que la había besado por primera vez, le pediría que cierre los ojos; sacaría del bolsillo la cajita forrada en terciopelo, la pondría entre sus manos y le pediría que volviera a abrir los ojos para ver su pequeño presente: el hermoso anillo de compromiso con el que sellarían su amor para siempre. Mientra se alistaba, vino a su mente la tarde en la que se conocieron en el museo, frente a Las grandes bañistas de Cézanne; recordó cómo lo había impresionado la pasión con que ella comentó ese gran lienzo, que de alguna manera marcó la imagen que él guardó de ese primer encuentro; se acordó también de la vez en que disfrutaron como niños mientras caminaban una y otra vez descalzos sobre el cruce peatonal de esa famosa esquina en Abbey Road; y cómo con el tiempo fueron creciendo sus ilusiones por la hermosa joven a quien había seguido con la mirada desde que la vio en medio de los visitantes en la sala de pintura francesa de la National Gallery.

Llegó a la cita con puntualidad inglesa y miró hacia el pequeño sendero que llevaba a la banca en que como siempre, esa tarde la esperaba. La buscó a la distancia entre los grupos de gente que a pausas cruzaba la avenida en dirección al parque. Transcurrió media hora, una hora; esperó aún más, pero ella no llegó. Decepcionado, salió de allí y se perdió entre el mar de gente que caminaba por el bulevar, cada uno en lo suyo, mientras sus pensamientos lo envolvían, tratando de imaginar las razones por las que ella no había venido ese día, en el que quizás el destino estaba mostrando sus sentencias inapelables. Poco a poco se fue haciendo a la idea y, práctico, como siempre se había considerado, aceptó la realidad.

Fue entonces que se encontró cara a cara con la que había sido por mucho tiempo su primer y único amor. Ambos se detuvieron sin proponérselo; se miraron sorprendidos, y en un instante mágico sintieron que todavía ejercían el uno sobre el otro esa fascinación que los había cautivado por tanto tiempo, hasta el día en que por los inescrutables designios del azar se separaron, en el momento en el que más se amaban. Se saludaron un poco desorientados, y fue natural que entraran a sentarse en la terraza de un Café. Mientras se reconocían, surgieron los recuerdos y, como un mosaico de imágenes satinadas, fueron apareciendo lugares, palabras, sentimientos únicos experimentados a lo largo de lo que les había parecido siempre toda una vida en la que estaban seguros de haber descubierto el verdadero amor. Se vieron al día siguiente y caminaron sin rumbo preciso; luego al otro día, y al otro; hasta que fue tan natural estar otra vez juntos que todo pareció ser aún más bello que antes. Entonces lo demás se fue diluyendo, el cruce en Abbey Road, el lienzo de Cézzane y el museo de Trafalgar Square.

Ese mismo día, en otros lugares del mundo, muchas reuniones familiares y de amigos se vieron inesperadamente frustradas. Reunidos alrededor de las mesas o sentados por los sillones, los celebrantes, cada uno por su parte operaban animadamente sus BlackBerrys, intercambiando mensajes con los que estaban al otro lado de la línea. De pronto ésta se cortó; entonces, en medio de la reunión todos se miraron desconcertados, y descubrieron que no sabían cómo comunicarse entre ellos, ni sobre qué opinar. Hicieron tímidos intentos por iniciar algún tema de conversación, terminando pronto en débiles e inseguros balbuceos. Y extrañaron el Twitter, el Facebook y el Chat; renegaron de sus BlackBerrys y, sin recursos, volvieron a encerrarse en sí mismos, mientras la música hacía lo que podía para llenar el espacio y cubrir los enormes vacíos.

Al cuarto día la línea se restableció, y la vida volvió a la normalidad; cada uno regresó a su virtual compartimiento privado, en las casas, las calles, los cafés y las oficinas en las que, otra vez con sus móviles operativos, volvieron a manejar sus rutinas, a disfrutar de sus soledades y sus distancias, sin tener que enfrentar a otros, tender puentes o responder a las preguntas como los antiguos.

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