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Sunset en el malecón. Foto: Mannover / André Ramírez |
El lugar natural para verse por las noches era el Parque Kennedy. Cruzando entre los que paseaban o conversaban sentados en sus antiguas bancas de madera y hierro, bajo los altos ficus, los que llegaban se juntaban al grupo que siempre estaba allí: artesanos, aventureros, músicos, viajeros sin hospedaje fijo. Una conversación sencilla era suficiente para hacer amistad con cualquiera, mientras se compartían los huiros que circulaban ilustrando el vínculo abierto e inclusivo que era característico en la relación de ese grupo variado y cosmopolita. Estar en un lugar como ese y sentarse en círculo junto a los otros, era como haber llegado a la isla a la que uno pertenecía.
Por la Larco andaban amigos entrañables con quienes mucho después encontraríamos un camino inédito: César Pomar, arquitecto; o Johnny Bello, finalista olímpico y ganador de medallas en sudamericanos y panamericanos de natación, a quien una noche –mientras pensaba que debería encontrármelo en ese momento como por arte de magia– al alzar los ojos vi frente a mí como una aparición, saludándome con un gesto oriental cual genio de la botella dispuesto a cumplir deseos.
En la 28 de Julio, volteando frente a la bajada del Terrazas, estaba el Café-Teatro Zanzíbar, uno de los primeros lugares en que los grupos de entonces empezaron a tocar. En una casa contigua se juntaban Juan Luis y Raúl Pereira, algunos otros músicos, Enrique Unanue; y Aurora Braun, quien me regaló una bello ejemplar de Las mil noches y una noche, y con quien luego viviríamos en Cusco en la calle Siete Angelitos.
Boutiques de amigos, galerías de arte, ferias de artesanos; pequeños conciertos en cines o salas de teatro, o algunos mayores en el estadio municipal, eran parte del panorama y lugares para frecuentar eventualmente; o mejor aún, ir a tenderse en el malecón para ver el sunset, espectacular, bello y gratuito. Barrio tradicional, acogedor y con encanto propio; marco de encuentros, caminatas, tiempos disfrutados o perdidos en viajes disipados, a Miraflores no lo había tocado mucho la modernidad; al Parque Salazar de entonces no lo amenazaban los enormes ductos de espejo ni los subterráneos mercantiles de Larcomar; el Parque Kennedy no había sido violentado todavía por las toneladas de cemento que casi acabaron con su romanticismo; y la esquina de Diagonal con Pardo no estaba aún colonizada por el amarillo chillón del McDonald's; el cine Pacífico era amplio y cómodo, antes de la revolución de los multicines; y todavía eran posibles los prodigios, como el de una tarde en que con Francisco y Sonia Rivera, sin darnos cuenta, dejamos algunas cosas valiosas apoyadas en el pasadizo antes de la función. Al salir del cine, sin todavía habernos percatado del olvido, vimos a la distancia nuestras bolsas en el mismo lugar; y las tomamos otra vez al paso, casi sin comentarios: tan naturales eran para nosotros, cándidos y desaprensivos por voluntad propia, esos toques mágicos que nos tenía cualquier día la vida, tal como habíamos decidido vivirla.
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Antiguo Parque Salazar |
Me encanta leer estos recuerdos y estoy contento de saber que hay otros que reflexionan así. gracias Emilio.
ResponderEliminarGracias por tus palabras. Es que recordar es manetener vivo el efecto y el valor de las cosas y las circunstancias
EliminarGracias por tus palabras. Es que recordar es mantener vivo el valor y el efecto de las cosas y las circunstancias.
EliminarInteresante pinturas literarias, Emilio si que ha vivido, lo felicito, me gustaría reunirnos un dia, hay tanto de que hablar como esos recuerdos imborrables del antiguo Miraflores
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