martes, 21 de junio de 2011

La sala iluminada levemente por el brillo del ecran

New York Movie. Edward Hopper
Una tarde, siendo niño, fui con mis padres a ver El Huapango, una película mexicana de ambiente poblano, con personajes vestidos de blanco, rancheras y balazos. De pronto, a media función, un avión pasó por encima del cine y me asusté; mis padres, protectores, me sacaron de la sala y regresamos todos a casa. Desde entonces he dedicado buen tiempo a sacarme ese clavo, viendo todas las películas que he podido. La atmósfera de la sala de cine, iluminada levemente por el brillo del ecran, siempre ha ejercido sobre mí una fascinación única; es el escenario de una pasión que nunca abandoné, un ritual de 24 cuadros por segundo, una ventana a mundos por conocer.


Desde que tenía unos once años y por varios más, cada miércoles, en el horario de vermouth, buscaba una butaca en el centro de las primeras filas del cine de mi barrio, para seguir las seriales en blanco y negro por capítulos que me capturaban por completo: El Imperio Submarino, de Ray Corrigan; La invasión de Mongo, con Flash Gordon interpretado por Buster Crabbe; La Legión del Zorro, el incógnito héroe enmascarado que iba reuniendo a sus seguidores, también enmascarados y vestidos de negro, que lo esperaban en los recodos del camino para iniciar sus aventuras; El capitán Marvel, en la que el joven Billy Batson, locutor de radio Whiz de Fawcett City, al pronunciar el conjuro "Shazam" se convertía en el poderoso héroe volador.

En sentido inverso a lo que ocurre en La rosa púrpura de El Cairo, en ese cine de mi barrio, era yo el que penetraba en la ficción, totalmente envuelto en ella hasta que las luces se encendían y tenía que volver a la otra realidad, pero llevando la historia conmigo todo el camino de regreso a casa.

También me apasionaban las aventuras fabulosas sacadas de Las Mil y una noches –los célebres relatos del oriente medio de la época medieval– como Simbad el Marino, que establecido en una isla que era en verdad el lomo de una ballena dormida, emprendía en su bajel viajes por mares desconocidos; o recorría tierras alfombradas de diamantes, en las que tenía que enfrentar al Ave Rock que anidaba en la cumbre de una montaña; y El Ladrón de Bagdad, en la que el ladronzuelo Abú encontraba a la orilla del mar una botella en la que estaba encerrado un genio; o subido en una alfombra voladora combatía contra el malvado visir Jaffar, con el fin de recuperar para el Príncipe Ahmad el trono de Bagdad que le había sido arrebatado.

Estando en segundo de secundaria, vi en un cine de estreno cerca a nuestra casa El Hombre Quieto, de John Ford, y me gustó mucho. Al día siguiente volví a verla; y así, la vi por ocho días seguidos, descubriendo tempranamente lo que está más allá de los argumentos: la delectación íntima de volver a ver una y otra vez cada escena, cada gesto, hasta llegar a deconstruir los elementos que subyacen en la magia de esas imágenes.

Luego, en las vermouth del Cine Apolo de los Barrios Altos, disfruté de los musicales del la época de oro del cine "americano": Escuela de Sirenas, Leven Anclas, Cantando bajo la lluvia, Un americano en París. Fue el tiempo en que Gene Kelly, Leslie Caron, Cyd Charisse, Esther Williams, ocuparon mis sueños y contribuyeron al cultivo de mi pasión por el cine, antes de que el mercantilismo sepultara a la fantasía; y la importancia de los filmes se llegara a medir por su recaudación en la primera semana después del estreno. Siempre hubo glamour en Hollywood, pero en ese tiempo no se conocían todavía los niveles de frivolidad de la ahora consagratoria red carpet, con la promoción de sus productos y de los vestidos y joyas prestados para ser exhibidos por las estrellas.

Por esa misma época, dos filmes de ciencia ficción me impresionaron y quedaron registrados en la memoria: El día que paralizaron la tierra y La guerra de los mundos. Los efectos visuales de entonces eran muy rudimentarios, lo que permitía a la imaginación abrir las puertas al misterio que siempre ha envuelto esos temas, para muchos tan fascinantes. (Pienso en Casanova (1976) y La nave va (1983), para las que Federico Fellini, a contra vía, mandó construir en los estudios de Cinecittá un mecanismo que activaba unas bandas de material sintético para reproducir el oleaje marino; recuperando la poesía del teatro del siglo XVII, contra el protagonismo superficial de los efectos especiales digitales, tan caros al cine comercial actual).

En la época de Bellas Artes, especialmente junto a Eduardo Gutiérrez, quien fue mi maestro en el conocimiento del buen cine, se consolidó esa mi, hasta entonces, incipiente pasión. Entonces descubrí a los grandes maestros: Bergman, Sjöstrom; Carné, Godard, Truffaut, Chabrol, Fellini, Antonioni, Einsenstein y otros. En ese tiempo, era suficiente abrir el listín cinematográfico del diario para tener al alcance decenas de filmes antiguos y ya vistos que daban en los cines de barrio; y todos los nuevos que exhibían las salas de estreno. En esos años de estudiante de arte, algunas películas se quedaron en mi bagaje personal más que otras; Ocho y medio (que he visto unas cincuenta veces), La dolce vita, La strada, Jules et Jim, El séptimo sello, Persona, Sin aliento, Vivir su vida.

Ahora, unas cuantas cadenas de cine comparten las pocas cintas de estreno, en su mayoría, productos de entretenimiento para los espectadores que suelen decir: "yo no voy al cine a complicarme; voy para entretenerme con algo ligero", dándole más importancia a pasar el rato que al ejercicio del pensamiento; y como confiando razones íntimas, que nadie hubiera revelado hasta entonces.

Por otro lado, la industria del cine produce, cada vez más, una mayor cantidad de películas de "animación", en una intensa campaña para infantilizar la mente de los espectadores del cine globalizado para consumir al paso. Sin embargo, aún es posible ver de vez en cuando, en algún festival limeño, buenas películas europeas o latinoamericanas; o en el cable, navegando en el desierto y por casualidad.

En los tiempos que siguieron, he disfrutado con películas de directores extraordinarios: La doble vida de Verónica de Kieslowski; Nostalgia de Tarkovski; Madre e hijo de Sokurov; El cuarto de los venados de Lech Majewski; Con ánimo de amar de Wong Kar-Wai y otras. Desde los maestros que descubrí de estudiante, hasta los actuales, cada uno tiene su lugar propio; cuando uno ama la pintura o el cine, aunque sin duda hay obras especiales, no es posible jerarquizar enfáticamente, afirmando que unas sean mejores de tal manera que las otras queden descalificadas. Las expresiones artísticas, sean populares o selectas, tienen su lugar y su momento; y pueden por igual llenar espacios interiores que no siempre conocemos. Cada género musical, cada objeto artístico que tenemos al frente, cada película desconocida que encontramos de pronto en la práctica compulsiva del zapping, puede venir a ser para nosotros una experiencia enriquecedora.

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