domingo, 10 de julio de 2011

Al encender el Emerson

"Los mejores y los peores momentos de nuestra vida,
siempre están acompañados de alguna buena canción".
(Anónimo)


Sólo tengo que posar la mano sobre la tableta, abrirla como un abanico, cerrarla, o tocarla levemente con el índice; y las imágenes y los sonidos vienen como por arte de magia. El iPad es algo ya común, en el contexto de la multiplicación de la tecnología que, aunque transcurre en el espacio virtual, es real, visible y manipulable.

Sin embargo, no supera la magia del descubrir –a través de la radio y luego de los discos de 78 rpm de carbón– toda la gama maravillosa de la música que me tocó conocer desde niño, al encender en casa el Emerson a tubos para escuchar lo que oían todos en ese entonces, en el que aún no había televisión en nuestra ciudad.


Cuando era muy pequeño, todo Lima escuchaba al medio día por Radio Victoria a Los Embajadores Criollos, especialmente el vals Alma Corazón y Vida (así como toda la ciudad se paralizaba por las noches para seguir El Derecho de Nacer, la famosa radionovela sobre el drama de Albertito Limonta, el hijo bastardo de María Elena del Junco). Con mi hermano y mis padres oíamos casi siempre las radios Libertad y Selecta, con sus programas por entonces antagónicos: música "popular" y música "culta"; preferencia democrática que me permitió entender que toda la música puede llegar a ser para uno tan entrañable como fundamental.

En Radio Libertad oíamos boleros, guarachas, cha-cha-chas; recuerdo de ese tiempo Maringá por Leo Marini, Flor de Azalia por Los Panchos, El juego de la vida por Daniel Santos, Momposina por Nelson Pinedo; todos los hits de la Sonora Matancera; Los Compadres, ese admirable dúo cubano que hacía con sus canciones verdadera poesía; y los mambos de Pérez Prado, que hasta ahora me resultan sorprendentes (Fellini debió pensar igual cuando usó Patricia para La dolce vita). Fue el tiempo de descubrir un espacio más allá de los linderos de mi casa; que otra gente oía lo mismo que nosotros; música de otros lugares distintos al nuestro.

Por Radio Selecta escuchábamos arias de ópera con Enrico Caruso, Beniamino Gigli, Tito Schipa, Mario Lanza (que vivió un estrellato fugaz en Hollywood). Pero eran los conciertos de verano de la Sinfónica Nacional en el Campo de Marte, los que marcarían mi aprecio por la llamada música selecta; en ellos fui conociendo primero la Quinta Sinfonía de Beethoven, Cascanueces de Tchaikovski, Scheherazada de Rimski Kórsakov, Pedro y el lobo de Prokófiev; luego, estudiando ya pintura en Bellas Artes, amplié mi conocimiento a Juan Sebastián Bach, Mozart, Músorgski, Dvorak, Stravinski (a quien vi dirigir en persona El pájaro de fuego en el Municipal), y toda la multitud de autores que con los años fui descubriendo; la gran música que complementaba mis inquietudes intelectuales y el mundo del arte en el que ya me movía con seguridad.

En ese tiempo también oí Jazz: Duke Ellington, Count Basie, Louis Armstrong, Dizzy Gillespie. Por otro lado, a Edith Piaf, a la brasileña Maysa Matarazzo, y Chansons Populaires de France por Ives Montand: fondo preciso en tiempos de bohemia intensa.

Pero a mediados de los 60s, escuchar por primera vez a Los Beatles, y ver A hard day´s night, el film de Richard Lester, fue el comienzo de una época de verdaderos cambios en toda mi manera de ver la vida y el mundo (lo que suele decirse como un lugar común, pero que, visto desde dentro lo fue en verdad). A partir de entonces y por unos años, cada nuevo disco del cuarteto de Liverpool fue para mí una experiencia única, en especial Revólver y Sargent Pepper´s Lonely Hearts Club Band.

Luego, con la película del Festival de Woodstock, fuí conociendo nuevos grupos, cantantes, y temas: See me Feel me por The Who, Soul Sacrifice de Santana; Joe Cocker y su versión de With a little help from my friends; Freedom de Richie Havens. Luego Girl with no eyes de It´s a beautiful day; California Dreamin' y Monday Monday de The Mamas and the Papas; el álbum Beard of Stars de Tyrannosaurus Rex; de Bob Dylan Sad Eyed Lady of the Lowlands, Blowin' in the Wind. Un paisaje deslumbrante, puertas abiertas a los sentidos y a un nuevo sentimiento de libertad.

It's A Beautiful Day
Tyrannosaurus Rex / A Beard Of Stars
Sin embargo, en un contexto más propio y como parte de mi experiencia personal, la música que conocí de cerca y admiré más fue la de El Polen. Durante algunos años, en largos días y noches entre casas de Barranco y Chaclacayo, vi nacer, tomar forma y consolidarse algunas de las canciones más bellas que he escuchado: Qué fácil es amar, La Flor, Concordancia, Sudamérica. En algunos conciertos memorables, como el del Santa Úrsula y en Los caminos que se abren –donde El Polen compartió el escenario de la Quinta Vergara de Viña del Mar con Los Jaivas– se fue afirmando mi aprecio por la mejor música que, en mí opinión, ha hecho algún grupo de ese tipo en el Perú.

El Polen
Lejos de la ciudad –en el valle de Urubamba y a principios de los años setenta– vivimos y disfrutamos a diario de la música de Antonio Restucci, virtuoso guitarrista santiaguino. Un año atrás lo volvimos a ver y escuchar en una reunión de amigos en Santiago, en medio de los aires andinos que componía en Urubamba y los flamencos que ha tocado viviendo en Barcelona, alternando con Paco de Lucía, y acompañando a El Cigala y a Antonio Canales.

Hace unos pocos meses además, estuvo en Lima Fernando Silva, quien fue violinista de El Polen y ahora vive en Wisconsin; a quien no veía hacía treinta y cinco años. Vino a visitarnos con su violín y un amplificador portátil con el acompañamiento en guitarra grabado. Esa tarde la casa se inundó del vibrante y colorido sonido de su instrumento; desde música country hasta las escalas con que practicaba por las mañanas en la casa que por un tiempo compartimos con algunos amigos en La Cantuta, y que esa tarde tocó otra vez.

En los últimos años hemos podido también conocer más y disfrutar de la riqueza y sabor de la música cubana, con Compay Segundo, Ibrahim Ferrer, Elíades Ochoa, Omara Portuondo, y el piano de Rubén Gonzales; además de Bola de Nieve y la española Martirio; por otro lado, el ritmo contagiante y los textos poéticos de canciones como Las avispas de Juan Luis Guerra.

Pero sin duda lo más notable en todos estos años ha sido para mí el encontrarme de frente con la ópera; penetrar en ese ámbito en el que los instrumentos y las voces adquieren una dimensión particularmente profunda y sólida; grave y brillante. Desde niño oía sólo arias por Radio Selecta, familiarizándome con las más famosas; pero nunca había llegado a conocer una obra completa. Afortunadamente, en los últimos quince años he escuchado, mientras doy unas clases de pintura, unas 6,500 horas de ópera. Así, he sumado a mi pasión por el cine, el amor a Nabucco, Aida, La Traviata de Verdi; a Turandot, Tosca y La Bohéme de Puccini, a Norma de Bellini, a Carmen de Bizet, y muchas otras. Y de entre todas, sin ninguna duda, las arias Casta Diva de Norma por Maria Callas y E lucevan le stelle de Tosca por Giuseppe di Stefano. Estación de percepción serena y quieta.

Giuseppe di Stefano / Maria Callas
A lo largo de cada etapa de la vida, la música nos va rodeando, caracterizando vivencias, momentos y aprendizajes; dándonos la ocasión de detener los pensamientos para percibir con más claridad la riqueza de sus matices, en esos momentos especiales en los que casi podemos asir lo intangible.

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