miércoles, 25 de mayo de 2011

El Paisaje de la Lima bohemia y cambiante

Los "huecos" de la gente del medio cultural en los 60's 

Lima tenía algunos refugios en los que por las noches se reunía la gente del ambiente cultural: el Café Viena, en la calle Ocoña, a un paso del Instituto de Arte Contemporáneo, donde prácticamente residían algunos pintores abstractos reconocidos; el Versalles, más farandulero y de trasnoche, en los portales de la Plaza San Martín; el Tivoli, en La Colmena, donde se juntaba gente de teatro; el Palermo, en la misma avenida: más bar y menos café, reducto de escritores y poetas de izquierda; el Mario, en la esquina de Tacna con Colmena.

Freddy Ochoa en el Negro Negro
De estos lugares, sin duda el más emblemático era el Negro Negro, un sótano al costado del Bar Zela, propiedad de Rosa Barba. Allí tocaba el piano Freddy Ochoa, músico ciego de manos ligeras; mientras Pablo Branda, que además de músico tenía varios talentos, tocaba el contrabajo y cantaba con sabor propio hermosos sones cubanos; y algunas veces terminaba la noche con nosotros en el Zela, contándonos chistes con una gracia que todos le reconocían. Una noche encontré en el Negro Negro, sentado a la barra, a Sérvulo Gutiérrez, artista ya por entonces legendario a quien conocía sólo de vista. Me acerqué a él y lo saludé con respeto; el pintor me miró de costado y me preguntó si tenía un papel; tomé una hoja en blanco de un cuaderno de apuntes y se lo di. Entonces dibujó de cuatro trazos un rostro de mujer, tomó una flor del jarrón que adornaba la barra y coloreó con los pétalos el dibujo, tiñéndolo de carmesí. Me dio la hoja y volvió otra vez a su copa y a sus pensamientos. 



Andaban por allí otros artistas y escritores que se habían hecho fama por sus talentos o por sus historias personales, siempre enriquecidas por los que las contaban: Felipe Buendía, dramaturgo, director de teatro, pintor y cineasta, de humor corrosivo y mente brillante que, en un montaje surrealista, vivía con su madre en una casa en la que ésta alquilaba trajes para novias; Hudson Valdivia, actor galante y siempre bien acompañado que recitaba a Vallejo; Dalmacia Samohod, actriz de personalidad atractiva y espontánea, siempre en el centro de la escena; Juan Gonzalo Rose, poeta de rostro melancólico a quien muchas veces vi sentado solo a la mesa de algún bar; Eleodoro Vargas Vicuña, escritor campechano y amiguero que en momentos de euforia daba vivas a la vida, acompañando la expresión con una interjección sonora; Catita Recavarren, poeta y bohemia de respeto y elegancia antigua, cargada de años y de historias. También andaba por ahí un español, crítico de arte, quien en una famosa intervención en medio de una mesa redonda, cuando alguien mencionó a Picasso preguntó: “¿Cuál Picasso?”; y enseguida agregó, ¨íntimo" y espontáneo: “…ah, Pablo”. O personajes misteriosos, como una omnipresente rubia “al pomo”, a quien los amigos llamaban con humor agudo “la sirena varada” y que siempre estaba como a la espera de la nave de sus sueños. 

Entre estos y otros “huecos” se repartía la bohemia limeña más notoria; además de algunos personajes inclasificables que nadie sabía bien qué hacían, pero que estaban en todas partes: en las inauguraciones de las exposiciones de arte, a la salida de las funciones del Club de Teatro o en las reuniones en alguna casa, en las que se pasaba las noches bebiendo; donde sabíamos que algunos consumían cocaína en círculos pequeños encerrados en los baños. Cafés y restaurantes eran puntos clave en la Lima de entonces, con expectativas de modernidad pero todavía apegada a tradiciones que tardaron poco en ceder, ante el avance del desbarajuste que tomó por asalto el bello centro de la ciudad. Muchos locales emblemáticos devinieron en pollerías o negocios bulliciosos y desordenados; simultáneamente, las galerías de arte, los teatros y la fauna bohemia se fueron trasladando a las calles y bulevares de Miraflores, poblando sus noches poco a poco, conforme se iban asimilando a una nueva fisonomía y un status más refinado; por lo menos en apariencia.

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