Lima tenía algunos refugios en los que por las noches se reunía la gente del ambiente cultural: el Café Viena, en la calle Ocoña, a un paso del Instituto de Arte Contemporáneo, donde prácticamente residían algunos pintores abstractos reconocidos; el Versalles, más farandulero y de trasnoche, en los portales de la Plaza San Martín; el Tivoli, en La Colmena, donde se juntaba gente de teatro; el Palermo, en la misma avenida: más bar y menos café, reducto de escritores y poetas de izquierda; el Mario, en la esquina de Tacna con Colmena.
Freddy Ochoa en el Negro Negro |
Andaban por allí otros artistas y escritores que se habían hecho fama por sus talentos o por sus historias personales, siempre enriquecidas por los que las contaban: Felipe Buendía, dramaturgo, director de teatro, pintor y cineasta, de humor corrosivo y mente brillante que, en un montaje surrealista, vivía con su madre en una casa en la que ésta alquilaba trajes para novias; Hudson Valdivia, actor galante y siempre bien acompañado que recitaba a Vallejo; Dalmacia Samohod, actriz de personalidad atractiva y espontánea, siempre en el centro de la escena; Juan Gonzalo Rose, poeta de rostro melancólico a quien muchas veces vi sentado solo a la mesa de algún bar; Eleodoro Vargas Vicuña, escritor campechano y amiguero que en momentos de euforia daba vivas a la vida, acompañando la expresión con una interjección sonora; Catita Recavarren, poeta y bohemia de respeto y elegancia antigua, cargada de años y de historias. También andaba por ahí un español, crítico de arte, quien en una famosa intervención en medio de una mesa redonda, cuando alguien mencionó a Picasso preguntó: “¿Cuál Picasso?”; y enseguida agregó, ¨íntimo" y espontáneo: “…ah, Pablo”. O personajes misteriosos, como una omnipresente rubia “al pomo”, a quien los amigos llamaban con humor agudo “la sirena varada” y que siempre estaba como a la espera de la nave de sus sueños.
Entre estos y otros “huecos” se repartía la bohemia limeña más notoria; además de algunos personajes inclasificables que nadie sabía bien qué hacían, pero que estaban en todas partes: en las inauguraciones de las exposiciones de arte, a la salida de las funciones del Club de Teatro o en las reuniones en alguna casa, en las que se pasaba las noches bebiendo; donde sabíamos que algunos consumían cocaína en círculos pequeños encerrados en los baños. Cafés y restaurantes eran puntos clave en la Lima de entonces, con expectativas de modernidad pero todavía apegada a tradiciones que tardaron poco en ceder, ante el avance del desbarajuste que tomó por asalto el bello centro de la ciudad. Muchos locales emblemáticos devinieron en pollerías o negocios bulliciosos y desordenados; simultáneamente, las galerías de arte, los teatros y la fauna bohemia se fueron trasladando a las calles y bulevares de Miraflores, poblando sus noches poco a poco, conforme se iban asimilando a una nueva fisonomía y un status más refinado; por lo menos en apariencia.
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