miércoles, 25 de mayo de 2011

Música y estilo de vida de los 70's

Las  invasiones
 
La noche anterior había visto la noticia por televisión. Estando cerca a Bellas Artes, como traía la Nikon, bajé por el jirón Junín hacia la Plaza de Armas. Una cuadra antes, soldados armados impedían el paso a la gente, que se aglomeraba tratando de ver a la distancia lo que ocurría en la explanada de Palacio. Debí mostrar mucha decisión al cruzar por entre los curiosos con la cámara en alto, porque los soldados me dejaron pasar. Las rejas de la Casa de Gobierno estaban resguardadas por dos hileras de tanques; grupos de hombres de prensa apostados en las esquinas observaban en silencio; algunos fotógrafos se acercaban a los pilotos de los tanques que, inmutables, miraban a otro lado; la tropa, desperdigada por todas partes cubría el perímetro de la plaza. El general Juan Velasco, argumentando la necesidad de tomar la justicia por las astas, había derrocado a Belaúnde mediante un golpe de estado y aseguraba que por fin los campesinos y los pobres tendrían un lugar en la historia (con el tiempo, las ilusiones de los olvidados de siempre terminarían diluyéndose: poder y justicia no han sido nunca buenos amigos).



Pronto, todo volvería a la calma y a una nueva normalidad; después de algunos gestos que alimentaron el entusiasmo de más de un intelectual honesto, la historia dejaría registrado su escepticismo. Revolución fue una palabra con muchos significados en ese tiempo; ajenos a las vanidades y ambiciones, muchos jóvenes, poco interesados en el poder, también ensoñarían la suya.

En esos días supe que Peter Koechlin había contratado a Carlos Santana para dar un concierto en Lima, y me pidieron que diseñara el afiche para promocionarlo. Hacía apenas un año que este músico y su banda habían deslumbrado en Woodstock; y hasta eso, nunca se había hecho un evento de tal magnitud en la ciudad. Además, el concierto sería abierto por El Polen.

Cuando Santana llegó a Lima, las imágenes de los músicos en las primeras planas de los diarios emocionaron a muchos; pero pusieron los pelos de punta a las autoridades del gobierno militar de Velasco que llenaba el país de sus discursos nacionalistas, cuyos preceptos chocaban abiertamente con esta invasión foránea, “expresión de todos los males de las sociedades capitalistas”, según dijeron después para justificar todo el revuelo que se armó; porque apenas los músicos pusieron pie en tierra, los acusaron de consumir drogas, traer un mensaje decadente y venir a pervertir a la juventud peruana.

Dentro de esa situación incierta, El Polen se concentró para ensayar, practicando con sus nuevas guitarras: una Martin y una Gibson acústicas que el músico mexicano les había traído de regalo. Entonces, abusivamente, antes de que llegara la fecha fijada, el gobierno expulsó a Santana sin miramientos; terminando con mi afiche que pudo ser famoso y con las expectativas de todos los que esperaban estar en ese concierto que sin duda habría hecho historia; y que en verdad, la hizo. Peter, el empresario, fue citado para ser interrogado pero no se presentó; decepcionado y por su seguridad tuvo que salir del país, auto deportado por su “condenable” proyecto.


El Polen y el Festival de Agua Dulce

De alguna manera nuestros amigos de El Polen quedaron inscritos en el Festival de Agua Dulce, un certamen internacional de música que comenzó a anunciarse con bombos y platillos. El más famoso evento de música en Lima había sido antes el Festival de Ancón, la playa por entonces exclusiva al norte de la ciudad; pero el gobierno de Velasco, en un gesto de “reivindicación social”, lo canceló, creando en su lugar el de Agua Dulce, para el que armaron un escenario al aire libre en el balneario más populoso de la Costa Verde.

El Polen estaba formado por excelentes músicos: Juan Luis Pereira, primera guitarra y compositor inspirado, diestro también con el charango, el arpa y la quena; Raúl Pereira, vocalista y compositor de voz vigorosa que tocaba, además de la segunda guitarra, flauta traversa, quenas y zampoñas; Fernando Silva, el violinista que aportaba el toque clásico al sonido del grupo; Beto Martínez, guitarrista, quenista, compositor y poeta volado; y Ernesto Pinto, percusionista hábil en las tumbas, bongoes y el cajón peruano.

Juan Luis Pereira, Alex Abad, Raúl Pereira, Ernesto Pinto y Fernando Silva
Los escuchamos por primera vez en la apertura de una boutique muy de la época, que exhibía ropa y bisutería artesanales con una decoración colorida. Por entonces los de El Polen tocaban La flor y Sitting dreaming –dos de sus primeras canciones– Season of the witch, una canción de Donovan; y una versión muy propia de Moliendo café, entre otros temas. Este evento (para el que un volante los anunciaba como “Polen-Polen”) fue para mí revelador en cuanto a lo que la música tenía que ver con mis sentidos, que se afinaban para dejarse llevar por el color, el sentimiento y las armonías que durante años serían para nosotros el entorno fundamental.

El grupo había logrado armonizar inteligentemente sonidos clásicos, música andina y rock; fascinaba a los jóvenes en cuanto concierto daba en teatros, estadios y locales más pequeños, y estaba en el centro de la “onda” limeña. El más memorable de esos conciertos fue sin duda el del auditorio Santa Úrsula, para el que compusieron una de sus más bellas creaciones: Qué fácil es amar, con letra de Hugo Valencia. Ese concierto quedó en la memoria colectiva de todos los que estuvimos allí y contribuyó a forjar la fama del grupo peruano más emblemático de los años setenta, precursores de lo que treinta años después se conocería como “fusión”, algo que empezaron a hacer experimentando en la unión de diferentes ritmos.

Ellos tenían un tema ideal para el festival: El Hijo del Sol, una canción con todas las condiciones para causar impacto; le hicieron arreglos para coros y refinaron la instrumentación, hasta lograr casi una sinfonía.

Además de los que concursaban, en cada fecha había invitados internacionales; la noche de la presentación de El Polen le tocó el turno a Los Compadres, legendarios músicos cubanos que hacían de sus sones y guarachas poesía pura. Mientras nuestros amigos afinaban y otros grupos en concurso se presentaban frente al público que abarrotaba las graderías, me deslicé por detrás del auditorio a la zona de los camerinos, dándome de pronto con los cubanos que, con discreción, fumaban un poco de yerba antes de su actuación. Ellos salieron al escenario y deleitaron a la multitud con el sabor de sus melodías y el timbre privilegiado de sus voces, que sonaban en las emisoras de radio más populares de Lima. Cuando terminaron de tocar, en medio de los aplausos del público –que no quería que los cubanos se fueran– el presentador anunció a El Polen, uno de los grupos que había concitado más expectativas; no solamente por su música, sino por sus cabellos crecidos, sus camisas bordadas y teñidas artesanalmente y los trajes largos de las mujeres del coro.

Ya sobre el escenario, se distribuyeron ordenadamente; en el centro los músicos con sus instrumentos: primera y segunda guitarra, arpa, quena, zampoña, violín y percusión; alrededor y sentados en el suelo por delante, los amigos que haríamos el coro. El público miraba con interés a ese grupo de rostros amigables que inspiraba simpatía; la luna, brillante, iluminaba el cielo costeño, y daba a la escena un matiz límpido y fresco en esa noche de verano del setenta y dos.

Entonces empezó a sonar la melodía, y a llenar el ambiente con la dulzura de los instrumentos tocados con finura y pasión, matizando sonidos delicados con ritmos intensos y vibrantes, envolviendo al auditorio con los aires que traían el viento de la serranía y la letra que hablaba del indio olvidado que tomaba conciencia de su valor y dignidad, y de que la tierra y la vida las había recibido de Dios. El auditorio permanecía quieto y en silencio, capturado por la fascinación del momento, la melodía a veces etérea, otras de resonancia telúrica; y el espectáculo de esa gente que comunicaba en su música ideales y nobleza. Las cámaras de televisión se detenían en los adornos de flores o plumas que con imaginación y candor traían las mujeres en los cabellos; en el niño que jugaba al pie de los que tocaban, o en la joven norteamericana que amamantaba amorosamente a su niñita mientras retozaba en su regazo. Cada cuadro era bello y lucía espontáneo; hasta el plano final, cuando la música cesó y el auditorio, después de un instante de silencio elocuente, se desbordó en aplausos.

Cuando llegó la final del Festival, el jurado, quizás temeroso de contradecir tradiciones y convencionalismos, le dio el premio a otra canción; esta decisión envolvió a todos, público y medios de comunicación, en una polémica que duró varios días, sin posible marcha atrás. Un diario lo expresó gráficamente en su primera plana: “Estamos con El Polen”.


Raúl Pereira

Mayo de 2010

Hace unos días leí en el diario la noticia: acababa de morir Raúl Pereira, uno de los fundadores y más emblemáticos músicos de El Polen. Cerca de un año antes lo vi por última vez después de casi treinta años; un derrame cerebral había intentado detenerlo, callarlo y dejarlo encerrado dentro de sí mismo. Esa noche en el local del Sargento Pimienta en Barranco, algunos grupos liderados por su hermano Juan Luis daban un recital para apoyarlo en su recuperación.


Raúl Pereira
Lo conocimos por el año setenta en una pequeña presentación en la que la música de El Polen nos envolvió por primera vez con el viento nuevo de su son; cuando empezamos a frecuentarlos y a vivir luego juntos en espontánea y temprana comunidad, siendo testigos del nacimiento y consolidación de muchos de los temas más originales, bellos y vibrantes que se han escuchado en Lima. Era a veces callado y taciturno; otras alegre y bromista, aunque siempre medido y respetuoso; tenía ideas claras sobre la música y ponía en ella todo el ímpetu que era parte del alma del grupo. Durante años anduvimos con El Polen yendo, viniendo y quedándonos por temporadas en la comodidad de algunas casas fuera de Lima o la frugalidad de otras de adobe en Cusco, o en Huaral, en lo de Rafael Delucchi –donde escuchábamos todo el tiempo a T. Rex– en los conciertos fundamentales de la Universidad de Lima y el Santa Úrsula; o en Los caminos que se abren en la Quinta Vergara de Viña del Mar, cuando por tres noches compartieron escenario con Los Jaivas, deslumbrando a todos los que estuvieron esos días en ese auditorio que después llegaría a tener tanta fama. Pasamos juntos días y noches en los territorios de la alucinación, recorriendo los vericuetos de esos viajes que sentíamos nos enriquecían y liberaban; y que afortunadamente no nos llegaron a despojar nunca de la lucidez y la razón.

En algún momento los músicos fueron tomando caminos más personales –recodos inevitables de los talentos que pugnan por expresarse con la libertad de las determinaciones propias– entonces Raúl compuso algunas de las canciones que quedarían como testimonio de su fuerza creativa. Una tarde, en una casa de Chaclacayo me llamó aparte y tocó Sudamérica, que acababa de componer, para que escuchara esa especie de himno a la hermandad sin distingos ni mezquindades, en la que su voz ligeramente áspera, cálida y potente, alcanza todo el nivel de expresión del que estaba dotado. Músico de una estirpe sin afanes pasajeros, su tránsito por esta vida quedó más bien registrado en la historia contada que se irá componiendo entre los recuerdos y las leyendas citadinas, que finalmente vienen a ser la realidad que perdura y que mantiene los frutos de la vida inevitablemente fugaz.

Esa noche, en el concierto en el que sus amigos y seguidores se reunían en su nombre; sentado en la penumbra al otro extremo del local, frente a los grupos que iluminados por las luces y los estroboscopios tocaban su música con vehemencia y devoción; mientras otros cantantes interpretaban con otras voces lo que antes él cantaba con el estilo y sentimiento que conmovía a los auditorios, seguramente se sentiría cercado por la nostalgia. Cuando nos acercamos a saludarlo: me miró por un rato sin reconocerme; y entonces recordó, y nos sonrió como en otros tiempos.

Una revista de El Comercio le dedicó dos páginas, exaltando el valor y la trascendencia de su obra y consignando el testimonio respetuoso de otros músicos que evocaban su legado e influencia; los blogs empezaron a multiplicar los comentarios, aportes y recuerdos en el espacio virtual. Otra vez, como siempre, vendrán los reconocimientos y declaraciones en la ausencia; pero más allá de todo, su música seguirá llenando el espacio de fuerza y poesía

3 comentarios:

  1. genial. gran articulo sobre la banda de rock peruano que expresa eso " rock peruano" una banda que fue una de las primeras en explorar entre los generos profundos de nuestra tierra y la energia del rock clasico, como me encantaria que mi generacion pudiera preservar esa tradicion tengo solo 18,pero cuando los escuche por 1era vez a los 12 años(2006) solo me pregunte incoentemente:" esto es posible?,simplemente genial". de casualidad sabes que paso con la guitarra martin y gibson?

    ResponderEliminar
  2. Gracias por tu aprecio. Viví varios años con los de El Polen, músicos de los que no hay muchos; no sólo como artistas, sino como personas deseosas de vivir libre y genuinamente. Hay unos pocos discos que se pueden conseguir; pero el recuerdo de estar en el medio mismo de los conciertos en vivo no se podría comunicar en su verdadera realidad.
    Espero que la Martin y la Gibson sigan sonando, y retengan algunos de esos aires frescos de la música que tocaro nen los 70's. Me alegra mucho saber que hay jóvenes como tú, sensibles a lo que tiene valor de verdad.
    Un abrazo.
    çEmilio

    ResponderEliminar
  3. Linda experiencia la vivida por Ud. Emilio... trato de encontrar todo el material que pueda sobre esta legendaria banda y su cronica constituye un valioso aporte en mi busqueda... Peru tiene unos musicos increibles y los hermanos Pereira pertenecen a esta elite..El Polen es un grupo unico, irrepetible y maravilloso. Ojala que mis compatriotas lo re-descubran a tiempo.

    ResponderEliminar